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EL TEMAMACARRONES RELLENOS DE CARRILLERAS, LA RECETA DE LA XARXA, Y EL VINO FINCA GARBET DE PERELADA. POR MIQUEL SEN

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El prestigio de los espárragos [ Ir a EDITORIAL ] [ Volver ]
 

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Mundialización y conservas chinas han hecho del espárrago un recurso que nos están haciendo olvidar una de las verduras más importantes de la primavera. Si bien es cierto que en los años ochenta, que ya son del siglo pasado, la Denominación Espárrago de Navarra potenció su cocina mediante los grandes chefs del momento, en nuestros días el espárrago natural no tiene la presencia que merece. Mientras el silvestre, el que comía los romanos, nos recuerda la primavera, del de huerta se esta olvidando su origen, por más que en Gavà, una población próxima a Barcelona, se realice anualmente una estética feria del espárrago. De hecho, todas las grandes capitales gastronomicas tienen en su proximidad una población famosa por sus espárragos, Aranjuez  sirve los que se comerán en Madrid y Argenteuil los que gustaban al Rey Luis XIV de Francia, tan aficionado a comerlos con crema que amenazaba a sus jardineros para que adelantaran la cosecha.
Jugosos, llenos de virtudes salutíferas, con un mínimo  aporte de calorías, los espárragos, contaba Néstor Luján, tenían un campeón capaz de comérselos todos en el escritor francés Fontenell, un eterno joven que, a los noventa años, se atrevió a decir picarescamente a una dama ¡si tuviera veinte años menos!
La verdad es que atribuía su longevidad a comer espárragos, de los que aseguraba que, fritos, tenían que freírse en pocos segundos. De ahí lo de vete a freír espárragos, como manera inmediata de sacarnos de encima una persona molesta. Para demostrar su vitalidad superior a la de una esparraguera en primavera, Fontenell invitaba a comerlos a otro anciano que también aseguraba ser eterno gracias a los mismos. El abate Servan se los comía con una salsa de mantequilla, mientras que el escritor los prefería con aceite. Cierto día en el que se habían citado en casa de Fontenell para celebrar un campeonato de ingestión de espárragos, el sacerdote cayó desmayado, circunstancia que aprovecho el anfitrión para correr hasta la cocina y gritarle al cocinero: ¡no hace falta que prepares salsa de mantequilla! Quede claro que, una vez asegurado el condimento de los espárragos, regresó en auxilio de su contrincante, del que se dice siguió comiendo cientos de espárragos otras muchas primaveras.


Con el olvido del espárrago tibio, de ajustada cocción, se han perdido dos discusiones gastronomicas. Una llenó muchas páginas en los periódicos de los años veinte. Algunos gurmets, recordaban a Rabelais, por boca de Panurgo, y decían que los mejores espárragos eran aquellos sobre los que se habían espolvoreado, en las esparragueras, polvo de cuerno de macho cabrio. Sobre las virtudes de los cuernos cabe recordar que, ahora, están de moda como alimento casi espiritual de las viñas. Los partidarios del espárrago corneado decían que tenían que ser verdes y crocantes, mientras que los periodistas gurmets de Bruselas aseguraban que los mejores eran los blancos, nacidos de las huertas de Malinas. En la discusión se mencionaban las salsas más apropiadas, la flamenca de mantequilla y huevo duro, o  la vinagreta con vinagre de moscatel, de punto difícil de lograr. No discutían, por obvio, lo horrible que es comer un espárrago helado y dejaban para los sommeliers de nuestros días la compleja tarea de encontrar un vino que los acompañe. Quizás alguno de mi sabios lectores este pensando en un rosado de Navarra, un Chablis, un  Fino u otro jerez oloroso. Si no realizamos el maridaje perfecto,  tendremos que comerlos y beber después, un ritual saludable que, les aseguro, lleva a los noventa años.
Pienso ponerlo en práctica añadiendo al recetario una fórmula propuesta por el amigo lector Carles Font, que sugiere presentarlos con mayonesa perfumada con finísimas ralladuras de piel de naranja. Sea cual sea la receta y el vino elegido, propongo que el primero de ustedes que llegue al siglo próximo, no deje de dar aviso. 

Miguel Sen