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EL TEMAMACARRONES RELLENOS DE CARRILLERAS, LA RECETA DE LA XARXA, Y EL VINO FINCA GARBET DE PERELADA. POR MIQUEL SEN

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Las sopas, una pasión de Cenicienta [ Ir a EDITORIAL ] [ Volver ]
 

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Como todos sabemos Cenicienta, la criada para todo, tiene una segunda vida mágica en la que las calabazas se le transforman en carrozas. Con las sopas, las denostadas sopas, las aburridas sopas, criticadas hasta por el último plumífero gastronómico, pasa como con las calabazas de Cenicienta. Están a punto de saltar del viejo al nuevo cuento.
Deseosos de descubrir-redescubrir, los aficionados a la cocina tienen ante sí el mundo de los caldos, tocados por la varita de una serie de sucesos estremecedores. Uno de ellos ya está escrito: la necesidad de escribir de algo nuevo, aunque sea viejo. Segundo golpe de efecto, las ideas perversas de la industria agroalimentaria para vender sus productos. Sopicaldo que ahora nos tientan por sus virtudes instantáneas,  el ahorro de tiempo, al que ahora se añade el nuevo marketing  de la tradición, la abuela y la cocina del chup chup. Por más abuela que gasten,  es evidente que la sopa de tetrabrik sigue ocultando las miserias de la producción industrial. Así se esconde, por ejemplo, que en cada litro nos aguarda el equivalente a tres terrones de azúcar. Pero hay más mensajes. Comer sopa es sano y, un nuevo concepto impensable hace unos años, familiar. La sopa gusta a niños y papas, familias monoparentales, millennials y seniors.


El tercer brinco mágico hacia  la sopera lo ha dado la muerte de Paul Bocuse, del que en otra editorial de esta revista daba noticia, cuando aún estaba vivo y en Lyon, mencionando las tergiversaciones que leía sobre la sopa de trufas que el genial cocinero creó para Valery Giscard D’Estaing. Zapatazos de blogueros que aseguraban se trataba de una sopa llena de mantequilla y crema de leche, o que era de cebolla, a la que la de ajo castellana la superaba de largo. Sopas con onda en las que se adivinan la falta de información y el  patriotismo ibérico capaz de comparar el simpático Seat 600 con el Citroën Maserati de Giscard. Qué le vamos hacer, el país no tiene cura.
Lo que si se desprende de tanto sopismo es que la olla, el cocido, que nunca se fue del todo, vuelve como sinónimo de cocina de proximidad, económica o no. Porque la sopa de trufas de Monsieur Paul, la que probé con mi amigo Andrés Parra (EPD) en nuestras excursiones gastronómicas pagadas por la revista Play Boy, era de alto precio en todo. No solo por las trufas, si no por el trabajo previo de selección de ingredientes, cocción y filtración del consomé base. Luego venia el golpe de efecto de servirla en sopera individual con su corona de hojaldre dorado.


Por este camino quizás vuelvan las sopas a los restaurantes gastronómicos. Si los chefs deciden dar nuevas vida y estética a formulas tradicionales, regresaran a  las cartas. Pero dónde si viven y vivirán las sopas es en el restaurante de barrio, en el que comer es un acto social, convival, no  un ejercicio de auto emoción. Así sucede en muchos restaurantes gallegos sin estrellas ni soles, o con el gazpacho, la sopa fría popular que he cautivado el mundo. También en Lisboa triunfa el caldo verde, un plato obligado. La gran col nervuda portuguesa, troceada a cuchillo hasta ser filamentos, define  un caldo que reconforta el espíritu, preparándonos para el trago de vino. Sopas de sopera, colectivas, de servicio a la vista que dan alma desde 1913 al restaurante Cid de Lisboa. Caldos verdes, o oscuros, evocadores, que me recuerdan los que preparaba mi familia de Las Landas en temporada de setas y confit. Cuencos poderosos en los que acabábamos echando un poco de vino para hacer chabrot. No era una sopa pija, si no un sorbo gustoso capaz de levantar el espíritu. Eso sí que era un golpe de varita mágica.


Miquel Sen

1 de febrero 2018