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 Cuando llega el verano, todos- turistas y locales- buscamos restaurantes que estén lo más cerca posible de la playa. Podría decirse que quien esté mejor ubicado, se lleva el gato al agua. Nuestra cultura gastronómica pasa por “la vista al mar” en cuanto llega la canícula estival. Los chiringuitos, invento españolísimo desde épocas remotas de parasoles, sillas de plástico y menú turístico, han ido evolucionando al mismo ritmo que el resto de la sociedad española y han pasado del mantel de papel, el arroz amarillento  y la sangría con Mirinda, a ese lounge beach club donde el ruso alquila cama balinesa y se baña en Champagne.

Con todo, nos sigue gustando comer oliendo a salitre, mirando al horizonte de toallas, barcos y señoras de buen ver. Lo sabe perfectamente, cómo no,  el grupo Tragaluz que hace  más de 20 años que abrió este restaurante en uno de los más bonitos pueblos de la Costa Brava. Un lugar en el que se hace una cocina mediterránea con incursiones foráneas para satisfacer a todos los públicos y los gustos de aquí y de allá en un ambiente cómodo, marinero, relajado y agradable, a pesar de estar a pie de playa.

Nada se ha dejado al azar en el interiorismo. Los comensales de la terraza tiene por paredes las rocas de la costa y el límite azul de la cala, pero los que estábamos en el interior gozábamos de buen aire acondicionado, mesitas de madera y ventanales, para deleitarnos la vista, pero parapeteados del bullicio playero de un mes de julio, mimbre en lámparas y objetos de decoración, telas  coloristas, vajillas de cerámica simple, como corresponde a un restaurante que intenta no desentonar con el lugar de acogida, el antiguo pueblo de pescadores que fue Calella de Palafrugell.

Parte de su oferta, sin embargo, si  ha cedido al gusto “internacional” y a los tópicos de la cocina española que todos conocen antes de desembarcar en  nuestro país. De ahí que, además de los arroces, que no paellas, no falta la pizarra exterior con el  tapeo clásico. Croquetas, patatas bravas, frituras, mejillones, carpaccios de gambas y ensaladas de tomates del lugar comparten fogones con pescados salvajes al horno, bogavantes en arroces caldosos, cigalas gratinadas, tartares  de salmón, y, cómo no, hamburguesas.  La carne se ha abierto hueco por la ventana de este comedor que, aún siendo muy marinero, tiene que dar de comer a  muchos paladares con costumbres gastronómicas fijas y empecinadas en trasladar maletas, pero no gustos.

Nosotros, sin embargo, como buenos lugareños, nos gusta comernos el paisaje y la estacionalidad, así que empezamos con unas cañitas y unos mejillones con sidra, tal vez un poco pasados de cocción, pero con un buen caldo sobrante en el fondo de la cazuela que invitaba a mojar pan. Por cortesía de la casa, llegaron unos tomates tricolor para recordarnos que el verano es tanto de la huerta como del mar. Nos sorprendió el sabor de  los amarillos y los verdes, casi idénticos a los rojos. Deberíamos volver a recuperar las antiguas variedades de los tomates que se quedaron por el camino y enseñarnos que no sólo de El Ejido llega la fruta del verano por excelencia. No puedo evitar el recuerdo de una comida en Oaxaca con impresionante exposición y cata de chiles y jitomates.

Tampoco nos faltó una fritura de pescado ( mi única obsesión gastronómica que como compulsivamente). Aunque en principio iban a ser unas simples ortiguillas (anémonas),  éstas se acabaron en el último momento y el platillo  se convirtió en una mezcla de gambitas, burritos, pelayas y salmonetes con algunos pimientos del Padrón. Para comer con los dedos, de la cabeza a la cola.

 

 Finalizamos con un pargo al horno. El pescado del día. Hay que decir que el pescado estuvo a un tris de pasarse de cocción, pero lo salvó su frescura. Imaginamos que en la cocina el trajín debía ser impresionante, por lo que un minuto de despiste se puede llevar al traste al más vivo de los pargos. Con todo, no dejamos ni la cabeza que nos la zampamos con un Mar, un blanco con Picapoll y Malvasía como variedades presentes, vino de la DO Empordà. Homenaje a la tierra de Pla y de muchos otros que sabían de las cosas del comer, el beber y el vivir. Por eso, también nuestro postre fue “un rus”, deliciosos pastelito que pueden adquirir en la confitería charcutería Serra de Palafrugell, una de las más antiguas y afamadas de la zona. Con una base de bizcocho fino, como de brazo de gitano, abundantes piñones y avellanas, regusto a mantequilla en una crema muy fina y cobertura de azúcar glass, este pastelillo blanco como las casas que nos rodean, simple y terrestre como los pinos del entorno puso la nota final a una comida de un pueblo que tiene mucho que explicar de nuestros 33 años en común. Pero esa es otra historia que me reservo para nuestra  próxima  sobremesa.

Inés Butrón


Tragamar
Platja de Canadell s/n.
Calella de Palafrugell . Girona.
Tel. 972 61 43 36 / 972 61 51 89
Horario ininterrumpido en julio y agosto
tragamar@grupotragaluz.com • www.tragamar.com
Precio medio 35 euros sin vino.