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Un entrante del restaurante Puerto Chico

Puerto Chico: solo el nombre es pequeño
Con la llegada de junio se abre la veda de las arrocerías. El ciudadano de esta parte del Mediterráneo, ávido de sol y playa también él, aunque no lleve chanclas con calcetines, asocia arroz y verano, buen tiempo con terraza y paellera. Pero, como las vacaciones quedan aún lejos excepto para estos privilegiados medio achicharrados en la Barceloneta que antes citábamos, el resto tenemos que conformarnos con las arrocerías de tierra adentro.
 En Barcelona, ciudad de los prodigios gastronómicos, el Josper hace el milagro de transportarnos olfativamente a aquel idílico lugar donde nos gustaría sentarnos, hipnotizados ante el bullir de la gramínea en su caldo de azafrán, comentando los secretos a voces de las paellas, los recetarios de cada quien en esta materia, esnifando leña quemada y carbón vegetal. Y hoy, precisamente, me toca hablar de uno de esos centros para adictos al arroz en todas sus formas hispanas (?), un restaurante arrocería desde donde no añorará sentarse en chiringuito playero, ni pisar albufera alguna para que le sirvan un buen arrocito. 
Puerto Chico, que así se llama el proyecto paellero de los propietarios de Boca Grande y Boca Chica, es, en realidad, un grandioso local habilitado para tal fin por el incombustible Lázaro Rosa Violán. Huelga decir, pues, que todo en él es espectacular, abrumador y magnífico en el sentido etimológico de la palabra. Sobrado de espacio y madera, caben en él una enorme barra donde tapear y beber, varios salones para grupos ( hasta 70 personas de una tacada!), con sus respectivas chimeneas, cuero como para tapizar una haima adosada, un ascensor de escalera de vecinos con posibles de principios del XX y uno de esos lavabos en los que le parece a uno haber entrado en un laberinto de parque temático (quién encuentre la salida a la primera, tiene premio).
Al margen de esto, que es lo primero que a uno le impacta- como era de esperar- y una vez sentado en una magnífica mesa de madera noble, que dirían algunos más puestos en interiorismo, lo que cuenta es aquello que se va a servir, habida cuenta de que la comodidad ya está asegurada. Nos han hecho saber que la carta se ha modificado. Se ha encargado de ello Ángel Martín, un chef con mucha trayectoria (desde El Bulli hasta Las Rejas de Manolo de la Osa, están en su currículum). También la bodega se ha visto beneficiada por lo que empezamos la comida abriendo un Aucala, de la DO Terra Alta, joven y fresco.
Acto seguido el menú se abrió con una ensalada clásica- tomate, lechuga, cebolla- de hoja larga o de oreja de burro, poco consumida últimamente, eclipsada por la rúcula y el brote de lo que sea. En cambio, esta lechuga, su cogollo tierno, particularmente, traído de la mano de Pau Santamaría, me pareció fresca y crujiente como pocas, sabrosa, casi como las de antes, cuando la ensalada era preceptiva en los domingos de arroz y tortell.
Las croquetes que le siguieron desaparecieron a la velocidad de la luz porque es fàcil que una croqueta de jamón desaparezca de una bandeja, sobre todo cuando están como Dios manda: recién hechas, crujientes, con sabor y presencia de jamón ibérico y bechamel y textura correcta. Últimamente, menos la verdura al dente/cruda, todo peca de blandengue o semilíquido, como si fuéramos a perder la dentadura de un momento a otro. Es lo que le ocurre a la famosa tortilla coulant, o tortilla de patatas extra babosa que se ha hecho en el Josper, a la manera de Pura Brasa. Es cierto que la tortilla muy cocida o reseca pierde la mitad de su gracia (aunque eso va a gustos), pero dejar que el huevo chorree al abrirla, por mucho que la llamen tortilla coulant, es, además de excesivo, una puerta abierta a la salmonelosis de verano.
En los platos de moluscos, almejas y mejillones del Delta, se consiguió el punto justo de cocción. Hechos a la brasa, los bivalvos del Delta estaban en su mejor momento. Para mi gusto, superan a los de otros rincones peninsulares en textura y nitidez del jugo que desprenden, pero no quiero pecar de “patriotismo gastronómico” ni de ningún otro y dejo el tema en un simple “me gusta, me divierte, me encanta”, libre y juguetón, al modo de Facebook.
Los arroces que llegaron lo hicieron, según los “entendidos” de la mesa, en su justo punto. ¿Y cuál es ese punto? Aquí las teorías se desbocan en un manual arrocero de andar por casa ¿El que deja el grano seco, duro y suelto, a costa de perder parte del sabor conjunto? ¿El que una vez mezclado con un sofrito y un fondo formando un todo se puede comer en una amalgama armoniosa? ¿El que sabe lograr un socarrat por el que los niños se peleen? ¿Es conveniente o, simplemente, actual, superponer los mariscos y pescados al final, previamente marcados, pero sin haber pasado por la paellera, con la consiguiente merma de sabor en su resultado final? Chi lo sa... Aquí, para gustos, los colores.
Para una servidora, la ovación y vuelta al ruedo se la llevó el meloso de rabo de toro (dejémoslo en ternera) y el de setas con foie. El del señoret me parece para gente con prisas o melindrosos, y al de verduras le faltó potencia gustativa, quizás un fondo más contundente (no todo consiste en acertar con la cocción del grano). Con todo, los más de 10 tipos de arroces que se sirven en esta arrocería de la Diagonal tienen un público fiel que luego se mete entre pecho y espalda una clàssica crema catalana o un brazo de gitano de nata y sale contento de Puerto Chico como si acabara de dejar el comedor materno un domingo cualquiera. Si es que no hay nada que nos devuelva a más a la vida que un buen arroz.
Por Inés Butrón
Puerto Chico
Avenida Diagonal 405
08029 Barcelona
Precio medio a la carta 35 euros.
Menú mediodía de lunes a viernes: 25 euros.
Menús para grupos entre 45 y 85