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Avenida de Barcelona, 36. · Figueras.

POR INÉS BUTRÓN

En este campo minado por el que transitamos últimamente, la hospitalidad se ha convertido casi en una virtud aristotélica. Todos buscamos un lugar de cobijo frente al inminente asalto final. En este extraño y apocalíptico verano en el que cada cual ha llevado su mascarilla y su máscara lo mejor que ha podido, la mesa ha ganado un protagonismo primigenio, civilizador, originario. Desde la más humilde hasta la más exquisita de ellas, todas venían envueltas en una dosis de hospitalidad y de agradecimiento que sobrevolaba la estancia como un visillo de hilo flotante. Los unos a los otros  nos mirábamos, esta vez sí, a los ojos y nos sentíamos afortunados, bendecidos. Los franceses lo llaman  disfrutar de un bon sejour, todo un arte que empieza en la mesa y acaba en la  íntima estancia. 
Y, a veces, incluso, para rematar la sensación de incredulidad, de intensa felicidad, uno descubre que ese lugar, añorado y deseado durante tantos y tan duros meses, no estaba en ningún recóndito punto del mapa reservado a unos pocos elegidos que presumen de una exclusividad de faranduleo, sino que, simplemente, estaba ahí, al pie de una carretera, en medio de nuestra ruta por el Alt Empordà. Entonces, uno es consciente de que, en medio de tanta tragedia, hay  pequeños lugares para la esperanza y debe, como mínimo, escribir una crónica sobre ello.  Simplemente, como decía mi madre, porque es de bien nacido ser agradecido. 



El Hotel Bon Retorn debió abrirse hacia los años 70, a juzgar por la estética de su arquitectura, cuando la comarca se abría al mundo al igual que el resto de españolitos que atravesábamos la frontera para empaparnos de veranos ardientes y recuerdos no menos tibios, cuando la frontera con Le Perthus era la línea que nos separaba de la libertad. Tal vez fue coetáneo del Motel, en donde tantas horas pasó el gourmet más prosaico de estas tierras, enfundado  siempre en su boina,  refunfuñón y envuelto en humo de pitillo,  cantando las glorias de una sopa de pescado de roca  o un rocambolesco  catxoflino en El que hem menjat.  Uno de los pilares del imaginario comestible de este Empordà que abanderó la nueva cocina catalana, el boom turístico y gastronómico de la Costa Brava,  cuyo santuario y lugar de culto  es hoy  de sobras conocido por todos los gourmets  tecnoemocionados.  



A cinco minutos de Figueres, pues, este pequeño hotel y su comedor abierto y luminoso fue nuestro campamento base durante la última semana de junio en la que dio el pistoletazo de salida la canícula, el lugar al que volvíamos cada noche después de recorrer lugares del Alt Empordà que jamás habíamos pisado porque son el territorio indómito donde pacen los productos que luego aparecerán en las mesas más sobresalientes.  Con su fachada blanca, su terraza impecable y una piscina casi virgen de turistas, era el descanso perfecto tras un día intenso de kilómetros, vivencias, acumulación de nuevos conocimientos y una de esas tramuntanas feroces azotándolo todo, amenazándonos con arrastrarnos hasta la copa de algún pino retorcido y viejo del Cap de Creus. 



Y allí, justamente, vivimos el día más largo y la noche más corta, allí esperamos a que el sol fuera cayendo como una bola de fuego y las alocadas golondrinas se golpearan frenéticas contra las barrigas grises de unos nidos viejos. Para reservar, probablemente, la mesa que más hemos disfrutado de este aciago año.
Observamos la carta y nos convenció su listado de platos mediterráneos sin distorsionar,  una gran profusión de recetas locales con productos de la zona - patos, corderos, pescado fresco, variedad de arroces- además de la posibilidad de pedir un menú especial más festivo y gourmet.  Para nosotros la opción estaba clara: cena lo más arraigada posible al territorio que habíamos recorrido, sencillez, buen trato- al ingrediente y al comensal- y una cierta frugalidad que nos permitiera disfrutar de la noche de principio a fin. Obviamente, el arroz  siempre es tentador, pues sigo convencida de que para comer arroces decentes- salvo excepciones- hay que salir del área metropolitana y viajar hasta el norte, donde los arroces de cazuela serán más negros y melosos,  o hasta el sureño delta del Ebro, donde la paellera y el sucarrat ya anuncian la cercanía a las tierras del Levante, pero yo  los prefiero entre la hora del Ángelus y la del dominó. Con la edad, uno aprende a llevarse bien con Morfeo. De manera que empezamos con un par de ensaladas. 



La primera llevaba la firma de Mercader: habitas, jamón, menta. Simple y fresca con una habitas que debieron escaldarse en agua hirviendo con abundante sal unos segundos para luego ser conservadas y rescatadas en su momento. No pierden ni textura, ni sabor y no suelen confundirse con las habitas en conserva, sospechosamente regulares en el tamaño y desnaturalizadas en textura y sabor. Es un truco  fácil que cualquiera que tenga huerto y excedentes puede hacer, incluida yo. Mi ensalada, en cambio, tenía como protagonista al jamón de pato, un producto que ha perdido fuelle en los últimos años desplazado por el micuit y variantes, pero al que yo sigo apreciando mucho. Me encanta su grasa tamizada. Tal vez un exceso de espinacas baby le restó poderío. 



Los segundos nos convencieron de que la cocina mediterránea del Bon Retorn ha pasado por el tamiz de los preceptos de las escuelas de hostelería de finales del XX.: lomo de corvina a la plancha gratinado con mousselina de ajo y espinacas salteadas y pierna de cordero al horno con patata crujiente. El pescado estaba perfecto. Recordé el bacalao confitado con tomate concassé y mousselina de ajo que aprendí en la escuela Hofmann y que nunca nadie más ha puesto en práctica, a pesar de ser un plato que necesita muy buena técnica y es muy sabroso.



Del cordero me gustaría decir que era el hijo de una ripollesa de las que vi pastar por la mañana, pero nadie pareció darle importancia al origen, ni yo lo exigí. Lo que si sé es que estaba perfectamente meloso, con una patata tipo rosti y los propios jugos del cordero sin reducción alguna. Puesto que amo todo lo que bala, no tengo más opción que recomendarlo. 



El postre fue frugal: naranja, helado de vainilla y licor de la misma fruta. ¿Es una deconstrucción de un valenciano? Pregunté. Risas y desconcierto.  Estos finales sencillos y cítricos  suelen ser muy buenos para quitar la sensación grasienta de la carne, pero quizás, además de contener  tiras de piel de naranja confitada, alguien hubiera tenido que pelar los gajos, como hicimos todos los estudiantes de hostelería, y repensar un poco el emplatado. 





Con él acabamos la botella de vino de  Cadaqués, un caldo de la bodega de  Martín Faixó. La tramuntana había dejado de soplar y llegaron a mi memoria los versos adecuados. 



El aire se serna
Y viste de hermosura y luz no usada…
Oda a salinas. Fray Luís de león. 


Hotel restaurante Bon retorn
Avenida de Barcelona, 36.
Figueras. 
A la carta: 50 euros aprox más vino