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EL TEMAMACARRONES RELLENOS DE CARRILLERAS, LA RECETA DE LA XARXA, Y EL VINO FINCA GARBET DE PERELADA. POR MIQUEL SEN

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Un vino, un cava, un tabaco de Vueltabajo, es una seña de identidad, no una ideología. No obstante, en este país de desiertos mentales que hemos convenido en llamar España, muchas veces las mejores botellas han servido como arma arrojadiza. La cosa viene de lejos. Si tienen ocasión de revisar un No-Do, el noticiario único del franquismo, el vino de Jerez es el vino español. Con mayúsculas, uno, grande y libre. Al margen de que lo sea, sin viejas connotaciones políticas, el jerez presenta unas características organolépticas tan precisas que me han de dar la razón cuando afirmo que es un producto irrepetible del suelo, la viña y el hombre, ligado a una geografía estricta, concreta.


Después del Nodo vino el inmenso disparate de Carod Rovira, iniciador de lo que se ha dado en llamar guerra del cava. Un señuelo para que todos aquellos que viven del pensamiento único se lanzaran al rebuzno vinícola. Uno de los  últimos le ha correspondido al presidente del Real Madrid, diciendo que en sus triunfos no brinda con “ese vino”, del que no dice el nombre, porque ya sabe que las burbujas se asocian al cava catalán. La dimensión de la tragedia debe plantearse en un mínimo de dos lecturas. ¿Se imagina el lector un francés de Burdeos negando las virtudes de un vino alsaciano, por el problema histórico de la participación de algunos alsacianos en los ejércitos alemanes? ¿Alguien con buen sentido puede negarse a beber excelsos albariños, alegando que Galicia ha sido gobernada por el señor Fraga Iribarne, un icono del franquismo? Una vez entendido que el vino es un objeto de placer, no un arma de destrucción económica, debiéramos volver a valorar su marco geográfico, el mismo que impide que un vino australiano se cuele como jerez. Y aquí volvemos a encontrarnos con errores de fondo. No puede ser Cava todo aquello que se produce en un mapa con extremos en Extremadura o Valencia y corazón en Sant Sadurní. Me da igual que en su tiempo se fijara la ley oportuna que lo permite, y me da igual porque las leyes humanas se pueden derogar y adecuar. Ya es hora de que se valoren las variedades, el suelo palmo a palmo y el clima, más la suma infinita de tradiciones y conceptos que dan especificidad a  un vino de doble fermentación. Una cosa ha de ser un Cava y otra una Blanquete, u otro vino espumoso, que deseo bien hecho. A nadie en su buen juicio se le ocurriría extender el manto protector de la DO Champagne hasta tierras del Languedoc, sin que esto signifique el más mínimo desprecio hacia los vinos de esta u otras tierras. Si esta indefinición, o mal definida definición, ha sido una fuente de discordia, la potenciación de esta inoportuna práctica con tintes políticos puede llegar a deprimir al más alegre de los catadores. Porque en medio de esta suma de despropósitos, botellas de cava catalán sin etiquetar cruzan la península en busca de otros refugios subterráneos. Es algo que todos negarán. Un secreto de polichinela del que nadie ha escrito una palabra. Mientras muchos se acogen a la ley del silencio, me atrevo a formular dos deseos: una comisión que estudie un marco muy concreto que defina todas las virtudes del Cava sin exclusión partidista de bodegas, buscando en lo concreto aquello que hace distinto.  El otro propósito se apoya en la seguridad de que los buenos gourmets aceptaran, una gallega solución al tema de las banderas gastronomicas, del orden, no hay otra patria del gusto que la de las cosas más buenas.

Miguel Sen