Antonio Vergara: Nacido en Valencia, lleva más de tres décadas ejerciendo la labor de periodista gastronómico, con una mirada a lo Far West. El cine y el jazz son también su telón de fondo. Sus inicios fueron en la Cartelera Turia, en 1972 y desde entonces no ha dejado de colaborar en distintas publicaciones, como La Cartelera. Publica los sábados una sección gastronómica semanal ('Menús variados') en el diario 'Las Provincias' de Valencia y los domingos una columna de opinión ('¡Salve y usted lo pase bien!) en este mismo diario". Su primer libro fue Comer en el País Valencia. Le siguieron la Guía Seat Panda, Comer en Carretera, De tapas por Valencia, La España dulce y Protagonistas de Nuestra gastronomía, editado por Editorial Prensa Valenciana S.A. Es director del Anuario de la Cocina de la Comunitat Valenciana. Detenta el Premio del Festival Cinegourland (Cine y Gastronomía),concedido por su dilatada dedicación a la gastronomía y a la crítica cinematográfica.
Hace unas semanas me hospedé en un hotel de Madrid cercano a la calle Serrano. Luego de ducharme bajé al restaurante. Mientras estudiaba la carta, observé que los camareros iban vestidos con el uniforme clásico de los cocineros. Sólo les faltaba el gorro. Pensé ingenuamente que había una huelga de camareros y que su trabajo tenía que desempeñarlo el personal de la cocina.
Cuando vino el maître a tomar la comanda, le dije: “Oiga, perdone, ¿están en huelga los camareros?”. “¿Por qué lo dice?”, me replicó. “Porque –continué- ustedes van vestidos como si fuesen cocineros”. Sonrió levemente y me confesó: “No lo somos y tampoco hay huelga. Es que el uniforme es de un famoso estudio de “design”. “¿De qué diseño?”, le repliqué”. Y el maître contestó en voz baja: “Sí algo muy parecido al traje que llevaba Charlot cuando interpretaba a un cocinero”.
Como les cuento. Verídico. Entonces, volví a reflexionar acerca de cómo el puñetero “design”, una ideología de la banalidad y un inmenso negocio que envuelve la nada interior poniéndole un lacito, se ha enseñoreado también de la hostelería. Hasta hay cocineros que se disfrazan con pantalones de payasos o de Arlequín de Cuatro Caminos.
Ya pertenece al pasado el “design” Mao que tanto furor causó a finales de los años 90 del siglo XX. Se acercaba un camarero a la mesa, con la carta en la mano, y daba la impresión de que iba a leernos, en voz alta, el “Informe sobre una investigación del movimiento campesino en Junán”, de Mao Ze Dong.
Pero, siendo esta grotesca moda una necedad , como todas las modas- y el “design” uno de los signos más evidentes de la decadencia de esta insustancial sociedad-, lo peor, a mi modo de ver, es que ha desterrado, del comedor sobre todo, aquellas blancas chaquetillas blancas, o el clásico modelo Montecarlo, del mismo color y con solapas.
No es sólo una cuestión de estética o de una poética tradición hostelera y cultural, si se quiere melancólica. No. Es, también, un asunto que atañe a la higiene, o más concretamente a la sensación de limpieza externa.
Efectivamente, pues el color blanco es un chivato perfecto. Cualquier mancha, manchita y no digamos ya lamparón, es transmitida visualmente al comensal. Esto obliga a una limpieza absoluta. La pregunta es: ¿cuántos lamparones caben, sin ser vistos, en los uniformes negros “design”? Como decían nuestras mamás y nuestras abuelas, “es que el negro es un color muy sufrido”.
Antonio Vergara
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