A la búsqueda del pan perdido
El pan perdido, nombre que dan los franceses a las torrijas, siempre me ha acompañado. Nunca he dejado de prepararlo. Añoro el pan que compraba en un pueblo del Alt Empordà a Xavi Manera, cocido al horno de leña, de cuya masa Xavi guardaba el secreto. Podíamos conservarlo varios días, era una joya. Hoy cuesta encontrar pan de buena calidad, lo hay, es cuestión de ir probando hasta topar con el buen panadero. Si se deshace la corteza y la miga, cambia mucho el resultado de la receta, es otra historia.
Cuando era pequeña mi madre nos obsequia con enormes fuentes de pan perdido, alias torrijas. Lo hacía con cierta vergüenza, era una merienda o un postre de recurso, que me entusiasmaba. No se tiraba nada y el pan que sobraba se guardaba para hacer pudin o torrijas. Tengo que confesar que compro pan de payes que dejo secar expresamente para preparar esta delicia. En mi casa burguesa de Burdeos la imagen de pobre por un día era insoportable. Cuidaban la imagen ambiente al extremo de engañarnos haciéndonos crecer y creer en un mundo totalmente irreal. Hubiese sido tan fácil explicarnos que los días de fin de mes no se parecen a los de principio. Pero las personas políticamente correctas no hablan de dinero.
Asocio pan perdido con perro perdido. Son asociaciones de palabras que perduran en los recuerdos. Volvía del colegio, era bien pequeña. Llamó a la puerta un empleado de mi padre, venia hablar con mi madre, había un problema con el “tonnelier”. Mientras discutían, se acostó delante de nuestra puerta un perro perdido, blanco, alto, flaco, sus ojos eran un mar de lágrimas. Le dije a mi madre de cogerlo y darle de comer. Quería ya con todas mis fuerzas a este pobre perro perdido, desconocido. En pocos segundos le había inventado una historia, un pasado heroico. Pero mi madre no lo vio así y cerro la puerta, dejándome atontada en mis fabulas.
Solo fue un breve momento, pero cunado preparo esta receta, vuelvo a ver la imagen de este animal perdido y hambriento delante de la puerta de casa Este mismo día en el colegio había tenido un doloroso episodio con las monjas. Resulta que en la postguerra en Francia era obligatorio a la hora de merendar, distribuir gratuitamente leche fresca a todos los niños escolarizados. Era un bol entero, que olía mal. No podía con él, me ponía enferma, me obligaban a tomarlo, un verdadero trauma. Volvía andando a mi casa. Pasaba por delante del cuartel militar, dónde estaban aparcados los soldados americanos. Estuvieron presentes muchos años después de la II guerra mundial, vigilando que se aplicaran los criterios del tío Sam. La verdad, no me da vergüenza explicarlo, verlos me llenaba de alegría. Me regalaban paquetes de chewing gum. Había un soldado, siempre era el mismo, que me cogía en sus brazos. Lo encontraba alto y muy guapo, me quería casar con el. Siento defraudar al señor Sigmund Freud, pero no tuve el complejo de Edipo con mi padre. Además mi padrino me inflaba la cabeza contándome las virtudes de los americanos, que si eran ricos, que si tenían los coches más grandes y bonitos que se fabricaban. Escondía el paquete de chewing gum en mis bolsillos, porque en casa no me dejaban tomarlos, decían que masticar sin estar en la mesa era de mala educación. Cuando mi padre los descubría me obligaba a tirarlos a la basura. Me explicaba que estaban hechos con escupitajos de negros…me daba igual, eran buenos. La anécdota es que mi padre, cansado de ver que no le obedecía, intentó una vez más engañarme y estuvo a punto de conseguirlo. Me dijo: Bernadette cuando el soldado te regala un paquete de chicle, para quedar bien con el americano tienes que decirle en ingles US Go Hom. Lo que ignoraba mi papi es que era tímida y vergonzosa. Por miedo a repetir mal las palabras aprendidas, nunca se las dije al soldado americano. Así mientras pasé por adelante del cuartel me siguieron obsequiando paquetes chiclets. Me puse a llorar pensando en el perro, en el bol de leche asqueroso que me habían obligado a beber. Mi madre se dio cuenta y quiso de una cierta manera hacerse perdonar y me preparó una bandeja de pan perdido. En este caso ,por unos instantes, ganó el estómago sobre las penas.
Bernadette Graner
Torrijas, Pan perdido (Pain perdu)
Ingredientes para unas 8-10 rebanadas, dependiendo del tamaño de las mismas:
Unas rebanadas de pan de payes (también sirve una baguette u otro tipo de pan que nos sobre)
4 huevos enteros
½ litro de leche
La piel de un limón
2 cucharadas de agua de azahar
Una vaina de vainilla
2 cucharadas de ron
4 cucharadas de azúcar
Aceite neutro o mantequilla
Azúcar glas
La elaboración
Cortar la vaina de vainilla longitudinalmente. Poner a calentar la leche. Incorporar la vainilla y la piel de limón Cuando la leche empieza a hervir retirar el cazo. Añadir el azúcar, las 2 cucharadas de agua de azahar y 2 de ron. Dejar enfriar. Colar y verter en un bol grande. Añadir los huevos batidos, mezclar, volver a batir la preparación.
Empapar las rebanadas en la preparación anterior, ojo no deben de quedar blandas, podrían deshacerse, colocarlas en una escurridera a fin de que suelten el líquido sobrante. Freilas en aceite neutro, dándoles la vuelta enseguida cuando están doradas. También se pueden dorar en una sartén a fuego lento en mantequilla.
Colocar la las torrijas sobre papel absorbente. Emplatar y espolvorearlas con un poco de azúcar glas o natural.
Receta Heredada de Bernadette del cuaderno manchado de su madre.